A partir de aquella noche todo cambió dentro de mí. Volvía a estar habitado; ya no era aquel lastimoso vacío por el que daban vueltas (como los desperdicios en una habitación desordenada) las nostalgias, los reproches y las acusaciones; de repente la habitación de mi interior estaba arreglada y alguien vivía dentro de ella. El reloj que colgaba allí de la pared, con las manecillas inmóviles durante largos meses, volvió a funcionar. Eso fue significativo: el tiempo, que hasta entonces había transcurrido como una corriente indiferente que iba de la nada a la nada (¡yo vivía una pausa!), sin ninguna articulación, sin ningún ritmo, empezó a adquirir otra vez su rostro humanizado: comenzó a articularse y a contarse.

 

Milan Kundera
La broma