D. Francisco de Quevedo.

D. Francisco de Quevedo y Villegas (Madrid, 1580 - Villanueva de los Infantes, 1645) fue espía y conspirador cortesano. Tradujo de cinco o seis lenguas y en la suya escribió como nadie ha podido volver a hacerlo. En esta colección será, con Lope, el autor más representado.

Textos en la Universidad de Santiago de Compostela...
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Primeros versos:

La fragilidad de la vida.

¿Qué otra cosa es verdad sino pobreza

en esta vida frágil y liviana?

Los dos embustes de la vida humana

desde la cuna son honra y riqueza.

El tiempo, que ni vuelve ni tropieza

en horas fugitivas la devana;

y en errado anhelar siempre tirana

la Fortuna fatiga su flaqueza.

Vive muerte callada y divertida

la vida misma; la salud es guerra

de su propio alimento combatida.

¡Oh, cuánto inadvertido el hombre yerra:

que en tierra teme que caerá la vida

y no ve que, en viviendo, cayó en tierra!

D. Francisco de Quevedo.

Cuán nada parece lo que se vivió.

"¡Ah de la vida!"... ¿Nadie me responde?

¡Aquí de los antaños que he vivido!

La Fortuna mis tiempos ha mordido;

las horas mi locura las esconde.

¡Que sin poder saber cómo ni adónde

la salud y la edad se hayan huido!

Falta la vida, asiste lo vivido

y no hay calamidad que no me ronde.

Ayer se fue; mañana no ha llegado;

hoy se está yendo sin parar un punto:

soy un fue y un será y un es cansado.

En el hoy y mañana y ayer junto

pañales y mortaja, y he quedado

presentes sucesiones de difunto.

D. Francisco de Quevedo.

Arrepentimiento y lágrimas.

Huye sin percibirse lento el día

y la hora secreta y recatada

con silencio se acerca y despreciada

lleva tras sí la edad lozana mía.

La vida nueva, que en niñez ardía,

la juventud robusta y engañada,

en el postrer invierno sepultada

yace entre negra sombra y nieve fría.

No sentí resbalar mudos los años;

hoy los lloro pasados y los veo

riendo de mis lágrimas y daños.

Mi penitencia deba a mi deseo

pues me deben la vida mis engaños

y espero el mal que paso y no le creo.

D. Francisco de Quevedo.

La enfermedad del tiempo.

Falleció César, fortunado y fuerte;

ignoran la piedad y el escarmiento

señas de su glorioso monumento:

porque también para el sepulcro hay muerte.

Muere la vida y de la misma suerte

muere el entierro rico y opulento;

la hora, con oculto movimiento,

aun calla el grito que la fama vierte.

Devanan sol y luna, noche y día,

del mundo la robusta vida, ¡y lloras

las advertencias que la edad te envía!

Risueña enfermedad son las auroras;

lima de la salud es su alegría.

Licas, sepultureros son las horas.

D. Francisco de Quevedo.

Descuido del divertido vivir.

Vivir es caminar breve jornada

y muerte viva es, Lico, nuestra vida,

ayer al frágil cuerpo amanecida,

cada instante en el cuerpo sepultada.

Nada que, siendo, es poco, y será nada

en poco tiempo que ambiciosa olvida;

pues de la vanidad mal persuadida

anhela duración, tierra animada.

Llevada de engañoso pensamiento

y de esperanza burladora y ciega

tropezará en el mismo monumento.

Como el que divertido el mar navega

y sin moverse vuela con el viento

y antes que piense en acercarse llega.

D. Francisco de Quevedo.

Todas las cosas avisan de la muerte.

Miré los muros de la patria mía

si un tiempo fuertes, ya desmoronados,

de la carrera de la edad cansados,

por quien caduca ya su valentía.

Salíme al campo, vi que el sol bebía

los arroyos del hielo desatados,

y del monte quejosos los ganados

que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa; vi que amancillada

de anciana habitación era despojos;

mi báculo, más corvo y menos fuerte;

vencida de la edad sentí mi espada

y no hallé cosa en que poner mis ojos

que no fuese recuerdo de la muerte.

D. Francisco de Quevedo.

La brevedad de la hermosura.

La mocedad del año, la ambiciosa

vergüenza del jardín, el encarnado

oloroso rubí, Tiro abreviado,

también del año presunción hermosa;

la ostentación lozana de la rosa,

deidad del campo, estrella del cercado;

el almendro, en su propia flor nevado,

que anticiparse a los calores osa,

reprehensiones son, ¡oh Flora!, mudas

de la hermosura y la soberbia humana,

que a las leyes de flor está sujeta.

Tu edad se pasará mientras lo dudas;

de ayer te habrás de arrepentir mañana,

y tarde y con dolor serás discreta.

D. Francisco de Quevedo.

Amor constante más allá de la muerte.

Cerrar podrá mis ojos la postrera

sombra que me llevare el blanco día

y podrá desatar esta alma mía

hora a su afán ansioso lisonjera;

mas no, de esotra parte en la ribera,

dejará la memoria en donde ardía:

nadar sabe mi llama l'agua fría

y perder el respeto a ley severa.

Alma a quien todo un dios prisión ha sido,

venas que humor a tanto fuego han dado,

medulas que han gloriosamente ardido

su cuerpo dejará, no su cuidado;

serán ceniza, más tendrá sentido;

polvo serán, mas polvo enamorado.

D. Francisco de Quevedo.

Memoria inmortal de D. Pedro Girón, duque de Osuna.

Faltar pudo su patria al grande Osuna,

pero no a su defensa sus hazañas;

diéronle muerte y cárcel las Españas,

de quien él hizo esclava la fortuna.

Lloraron sus envidias una a una

con las propias naciones las extrañas;

su tumba son de Flandes las campañas

y su epitafio la sangrienta luna.

En sus exequias encendió al Vesubio

Parténope, y Tinacria al Mongibelo;

el llanto militar creció en diluvio,

diole el mejor lugar Marte en su cielo;

la Mosa, el Rin, el Tajo y el Danubio

murmuran con dolor su desconsuelo.

D. Francisco de Quevedo.

El pecar se prefiere a la virtud.

Si gobernar provincias y legiones

ambicioso pretendes, ¡oh Licinio!,

procura que el favor y el desatino

aseguren de infames tus acciones.

No merezca ninguno las prisiones

mejor que tú, pues cuanto más vecino

al suplicio te vieres, el destino

más te apresurará las elecciones.

Felices son, y ricos, los pecados:

ellos dan los palacios suntuosos,

llueven el oro, adquieren los estados.

Alábanse los hombres virtuosos,

más para los que viven alabados

quien los alaba elige los viciosos.

D. Francisco de Quevedo.

No es segura política reprender malas acciones.

Raer tiernas orejas con verdades

mordaces, ¡oh Licinio!, no es seguro;

si desengañas, vivirás oscuro

y escándalo serás de las ciudades.

No las hagas, ni enojes las maldades;

no murmures la dicha del perjuro,

que si gobierna y duerme Palinuro

su error castigarán las tempestades.

El que piadoso desengaña amigos

tiene mayor peligro en su consejo

que en su venganza el que agravió enemigos.

Por esto a la maldad y al malo dejo.

Vivamos, sin ser cómplices, testigos;

advierta al mundo nuevo el mundo viejo.

D. Francisco de Quevedo.

Gustoso el autor con la soledad y sus estudios.

Retirado en la paz de estos desiertos

con pocos, pero doctos libros juntos

vivo con el comercio de difuntos

y con mis ojos oigo hablar los muertos.

Si no siempre entendidos, siempre abiertos

o enmiendan o fecundan mis asuntos

los libros que, en callados contrapuntos,

al músico silencio están despiertos.

Las grandes almas que la muerte ausenta,

de injurias de los años vengadora

restituye, D. Juan, docta la imprenta.

En fuga irrevocable huye la hora;

mas con el mejor cálculo se cuenta

la que en lección y estudio nos mejora.

D. Francisco de Quevedo.

A Lesbia.

Sólo en tí, Lesbia, vemos que ha perdido

el adulterio la vergüenza al cielo;

pues que tan claramente y tan sin velo

has los hidalgos huesos ofendido.

Por Dios, por ti, por mí, por tu marido,

que no sepa tu infamia todo el suelo;

cierra la puerta, vive con recelo;

que el pecado nació para escondido.

No digo yo que dejes tus amigos;

mas digo que no es bien que sean notados

de los pocos que son tus enemigos.

Mira que tus vecinos, afrentados,

dicen que te deleitan los testigos

de tus pecados más que tus pecados.

D. Francisco de Quevedo.

A San Lorenzo.

Arde Lorenzo y goza en las parrillas;

el tirano en Lorenzo arde y padece,

viendo que su valor constante crece

cuanto crecen las llamas amarillas.

Las brasas multiplica en maravillas

y el sol entre carbones amanece

y en alimento a su verdugo ofrece

guisadas del martirio sus costillas.

A Cristo imita en darse en alimento

a su enemigo, esfuerzo soberano

y ardiente imitación del Sacramento.

Mírale el cielo eternizar lo humano,

y viendo victorioso el vencimiento

menos abrasa que arde el vil tirano.

D. Francisco de Quevedo.

A una nariz

Erase un hombre a una nariz pegado,

érase una nariz superlativa,

érase una nariz sayón y escriba,

érase un peje espada muy barbado.

Era un reloj de sol más encarado,

érase una alquitara pensativa,

érase un elefante boca arriba,

era Ovidio Nasón más narizado.

Erase un espolón de una galera,

érase una pirámide de Egito,

las doce tribus de narices era.

Erase un naricísimo infinito,

muchísima nariz, nariz tan fiera

que en la cara de Anás fuera delito.

D. Francisco de Quevedo.

Al mosquito de la trompetilla.

Ministril de las ronchas y picadas,

mosquito postillón, mosca barbero,

hecho me tienes el testuz harnero

y deshecha la cara a manotadas.

Trompetilla que toca a bofetadas,

que vienes con rejón contra mi cuero,

Cupido pulga, chinche trompetero,

que vuelas comezones amoladas,

¿por qué me avisas si picarme quieres?

Que pues que das dolor a los que cantas

de casta y condición de potras eres.

Tú vuelas, y tú picas, y tú espantas,

y aprendes del cuidado y las mujeres

a malquistar el sueño con las mantas.

D. Francisco de Quevedo.

Riesgo de celebrar la hermosura de las tontas.

Sol os llamó mi lengua pecadora,

y desmintióme a boca llena el cielo;

luz os dije que dábades al suelo,

y opúsose un candil, que alumbra y llora.

Tan creído tuvisteis ser aurora

que amanecer quisisteis con desvelo;

en vos llamé rubí lo que mi abuelo

llamara labio y jeta comedora.

Codicia os puse de vender los dientes

diciendo que eran perlas; por ser bellos

llamé los rizos minas de oro ardientes;

pero si fueran oro los cabellos,

calvo su casco fuera, y diligentes

mis dedos os pelaran por vendellos.

D. Francisco de Quevedo.

A Roma sepultada en sus ruinas.

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,

y en Roma misma a Roma no la hallas:

cadáver son las que ostentó murallas

y tumba de sí propio el Aventino.

Yace, donde reinaba, el Palatino;

y limadas del tiempo las medallas

más se muestran destrozo a las batallas

de las edades que blasón latino.

Sólo el Tibre quedó, cuya corriente

si ciudad la regó, ya sepultura

la llora con funesto son doliente.

¡Oh Roma! En tu grandeza, en tu hermosura,

huyó lo que era firme y solamente

lo fugitivo permanece y dura.

D. Francisco de Quevedo.

Exageración de su afecto amoroso.

Amor me ocupa el seso y los sentidos:

absorto estoy en éxtasi amoroso,

no me concede tregua ni reposo

esta guerra civil de los nacidos.

Explayóse el raudal de mis gemidos

por el grande distrito y doloroso

del corazón, en su penar dichoso,

y mis memorias anegó en olvidos.

Todo soy ruinas, todo soy destrozos,

escándalo funesto a los amantes,

que fabrican de lástima sus gozos.

Los que han de ser y los que fueron antes

estudien su salud en mis sollozos

y envidien mi dolor, si son constantes.

D. Francisco de Quevedo.

Rodéanle mil fantasmas engañosas.

¿Qué imagen de la muerte rigurosa,

qué sombra del infierno me maltrata?

¿Qué tirano crüel me sigue y mata

con vengativa mano, licenciosa?

¿Qué fantasma en la noche temerosa

el corazón del sueño me desata?

¿Quién te venga de mí, divina ingrata,

más por mi mal que por tu bien hermosa?

¿Quién, cuando con dudoso pie e incierto

piso la soledad de aquesta arena,

me puebla de cuidados el desierto?

¿Quién el antiguo son de mi cadena

a mis orejas vuelve, si es tan cierto

que aun no te acuerdas tú de darme pena?

D. Francisco de Quevedo.

Las gracias de la que adora.

Esa color de rosa y azucena,

y ese mirar sabroso, dulce, honesto,

y ese hermoso cuello, blanco, enhiesto,

y boca de rubís y perlas llena;

la mano alabastrina, que encadena

al que más contra amor está dispuesto,

y el más libre y tirano presupuesto

destierra de las almas y enajena;

esa rica y hermosa primavera

cuyas flores de gracias y hermosura

ofendellas no puede el tiempo airado

son ocasión que viva yo, y que muera,

y son de mi descanso y mi ventura

principio y fin, y alivio del cuidado.

D. Francisco de Quevedo.